domingo, 24 de marzo de 2013

El Maquinista

El amanecer reflejaba sus luces sobre las aguas del puerto de Trípoli. A esas horas de la mañana el puerto permanecía tranquilo en un ir y venir de barcos de gran tamaño parsimonioso como el amanecer mismo. 

Se sentó en un amarradero y fumó tranquilamente varios cigarrillos vaya a saber pensando en qué cuestiones. Vestía un pantalón negro ya desteñido por el uso, y un abrigo largo también negro. Sus zapatos de color marrón claro tenían ambas puntas desgastadas. Usaba barba y el pelo negro ensortijado se le arremolinaba en la frente y la nuca. Aparentaba unos 35 años, aunque seguramente tendría menos. Lo vimos tres días seguidos, siempre haciendo lo mismo, vestido de igual manera; fumaba y se fundia con el puerto. Para todos en el barco era un habitante mas de los puertos, un espectro que vagaba en busca de desprevenidos para asaltarlos, quizás un violador. Pero, yo no creía que se tratara de eso. Había algo que irradiaba ese hombre, algo que yo equiparaba a la tranquilidad y armonía de un monje tibetano. Tal vez, incluso fuera alguna especie de hombre de Dios , un religioso de alguna clase o un loco con ideas mesiánicas.
 

Nuestro barco, el Finisterre, se demoraba en reparaciones y tramites de autorización de carga. Burocracia portuaria, igual a las que hay en todas partes. Debimos partir el domingo y hoy, siendo miércoles , aun seguíamos flotando en aguas libanesas. Sin mucho para hacer la mayoría de la tripulación bajaba a tierra en busca de prostitutas o mercancías para llevar a su familia. Yo permanezco la mayoría de las veces en el barco fumando y paseando por la cubierta o durmiendo varias horas en los camarotes. Por alguna razón, siempre preferí la soledad de mi existencia a compartir la soledad y el vacío de los demás.
 

Apoyado en la baranda de proa, veo las maniobras lentas de un gran carguero de bandera senegalesa. Con displicente autoridad el barco se acomoda y enfila hacia el canal principal de entrada al puerto. El viento acerca el ruido de la poderosa bocina y del grupo de motores que mueven la mole. Cuando el viento llega desde la ciudad, una mezcla de olores a vida diaria inunda todo el Finisterre. Es el olor de la vida de la gente común, cosa que para mi, es la mas increíble de las frangancias, aquella que tiene incorporada la esencia de la vida antigua, cristalizada en hábitos y tradiciones. El mismo Mediterraneo tiene un aroma profundo y majestuoso cargado de historia y de civilización. Hay una leyenda que dice que el Mediterrano fue el lugar donde los antiguos dioses tajearon la tierra permitiendo que el agua brotara de la corteza, dando vida a todo el planeta, siendo cuna de la humanidad. Muchas veces se huele aroma a olivo que no sabemos de donde viene. Eso es algo que nos desconcierta a toda la tripulación. Yuri, nuestro cocinero de abordo dice que es el mismo mar el que lo emana.
 

Lo que mas me gusta de mi trabajo son las historias que escucho. Historias de muerte, violencia, asaltos y tempestades. Pero muchas de vida, y de ese inquebrantable espíritu de fraternidad entre los navegantes de todo el mundo. Quizás algún sentimiento de destierro nos predisponga a navegar. Solo nosotros sabemos que nacimos en el lugar equivocado en el tiempo equivocado y como almas errantes nos lanzamos a los mares con la promesa de encontrar algo que cada vez se nos muestra mas distante, la felicidad.
 

Ayer un marinero de Sverdlosk me regaló un libro. Compartimos en varias oportunidades cervezas en distintos puertos y tanto él como yo tenemos una nostalgia por el mundo, por el pasado y por las mujeres que no hemos conocido que no puedo explicar. Dmitri me contó que eligió ese libro porque le recuerda a la mujer de la que yo estuve enamorado, aquella que conocí en este mismo puerto diez años antes, y de la que luego de unos meses, no volví a tener noticias. Efectivamente Anny del cuento me recordaba a Annie de la vida real. Sus caderas, su pelo que le caía por sobre las orejas, la forma de su boca al sonreír; y esa búsqueda por la perfección que la hacia sobresalir entre todas las otras mujeres. Y también sus ojos. Dos profundos círculos negros que llevaban a mirar dentro de otras dimensiones.
 

El amor irreal, el que solamente emana de una de las partes es nocivo. Va dejando huellas dentro de cada uno, corroe los puntos donde se apoyan las siguientes relaciones, cercena lo mejor de cada existencia. Una vez vi en un puerto del Egeo tirar animales vivos dentro de barriles de ácido, los vi aullar entre risas de desalmados y retorcerse y tornar los ojos hacia atrás. Y luego los vi morir. Cada vez que pienso en este tipo de amor, como el de Annie recuerdo ese incidente. Yo era mas joven en ese tiempo y aun no había construido un muro alrededor mio. Quizás aun esté a tiempo de salvarme de la desdicha de no poder amar. O quizás sea todo un intento por negar que estoy dentro de un barril de ácido.
 

Luego de esperar dos días mas, el Finisterre tiene permiso de salida. Fumo mi ultimo cigarrillo. El barco se vuelve anaranjado por la luz del atardecer. Miro con desdicha y soledad a Trípoli y pienso en Annie, la real. Pienso que el hombre que vi los días anteriores en el puerto era alguien despidiendose de la suya. Y pienso en las muchas Annies, reales o literarias, que caminan por las calles y los sueños del mundo. Cierro los ojos y los mantengo así hasta que el barco empieza a virar, apuntando proa hacia el canal de salida. Oigo los remolcadores y las gaviotas. Aspiro todo el aire que me permiten mis pulmones, intento retener los aromas de la ciudad. También intento retener los recuerdos, los sentimientos. Miro por ultima vez el atardecer y bajo las escaleras hacia el cuarto de maquinas.

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