viernes, 30 de noviembre de 2012

Palabras sueltas en un universo de discursos

La literatura es maravillosa. Realmente lo es. Permite sentir lo que sentía hace 150 años un habitante de Siberia, imaginar su vida, su mundo, sus sentimientos. Permite que nos adentremos en las negruras del alma o que tengamos que cerrar los ojos ante la luminiscencia de una conciencia especial. 

Hay tantos escritores como estilos, pero ninguno es igual a otro. Los hay de verso largo y parsimonioso, escritores cuyas historias requieren desarrollo para carretear hacia las nubes; también están los que en una linea despliegan un mapamundi de colores, personajes y sensaciones. En cuanto a los motivos, es mentira que se escribe para decir. Se escribe para no decir, para dejar escapar cosas que no se pueden verbalizar y que van ocupando lugar en el sótano pedregoso de la memoria. Pero también se escribe por amor, por deseo o por falta. Se alinean palabras por venganza, traición  placer, ensueño, se escribe por no tener motivo aparente. 

Escribir es democrático y no requiere ningún don, talento o requisito mas que ordenar palabras. No es necesario ser un letrado, ni disponer de tiempo ocioso, ni tener preparación  Hay escritores que escriben y sus lectores son victimas, por decirlo así, de un puente imaginario, una compenetración que es cercana al ensimismamiento de los ritos de iniciación de las tribus más antiguas. 

Hay, también, escritores desconocidos. Son aquellos que influencian a los grandes que quedan en la memoria de las civilizaciones. Son las fuentes primigenias de inspiración, materia prima con la que se construye la grandeza y el renombre.

Muchos escritores tienen particularidades del carácter. Extrovertidos o ermitaños lobos solitarios, adictos a drogas duras, al amor, al misticismo, a la tecnología, a la sonrisa de algún otro que lee del otro lado del mundo. También los hay violentos, vagabundos, errantes y solitarios o vividores con sus madres, revolucionarios o conservadores. Hay tantos como personas en el mundo.

En 1792, mientras las cabezas rodaban y el robespeirriesmo desataba la ola de sangre que llegaría hasta la modernidad como consecuencia histórica, Benoit Cuyes, escribía a la luz de una vela que danzaba movida por el hálito candente del normando. Con la revolución en marcha, Cuyes sintió el llamado de la creatividad, ente por demás esquivo. Inspirado en Marat, Robespierre, Rousseuau y Lefevre, escribió todas las noches. Envió cartas a Siberia, a Prusia, a los Estados Italianos, a personas que no conoció nunca. Muchos no le respondieron. Escribió a favor y en contra de la revolución, extrañando y odiando a las mismas mujeres, pintando paisajes suizos de alpes nevados o interiores oscuros de las mas negras entrañas humanas.

Una noche de noviembre, mientras contemplaba el cielo lleno de nubes y una gélida corriente de aire, que venia del norte, y traía olor a nieve, pudo ver como dos estrellas en el cielo se movían. Realizaban movimientos circulares sobre las estrellas que daban cierre a la constelación de Cáncer por el lado sur. Mientras, la luna, impávida y distraída, señorial como siempre permanecía estática y brillando con una displicente luz, mas poderosa y penetrante que otras noches. Un escalofrío súbito, sin previo aviso, recorrió el cuerpo de Cuyes, absorto en mirar la danza de dos estrellas que marcaban el ritmo y daban cierre a la constelación de Cáncer por el lado sur.

Cuyes entró en el recuerdo de tiempos pasados, vividos, soñados y perdidos. Entró en el calmo mar de la añoranza, que , tibia, lo bañaba y llenaba la capacidad de sus pulmones, impidiéndole respirar bien. Iba ahogándose en la contradicción del prejuicio y el ideal. Entre lo que la vida es y lo que hacemos con ella. Cuyes vio rostros de mujeres sonrientes envueltas en sabanas blancas, todas le decían amado, todas reían mostrando blancos dientes perfectos, y lenguas coloridas, majestuosas y listas para el amor. Cuyes desconocía , era un lego en esas cuestiones. Siempre vivió solo, en la torre donde de noche escribía y una vela que danzaba movida por el hálito candente del normando le hacía compañía. La revolución enfriaba los sentimientos de los timoratos y el corazon de Benoit se enfriaba con los años y la imaginación perdida en arrebatos febriles de creatividad. Cuyes se ahogaba. Y mientras moría  dos estrellas danzaban en algún lugar de la constelación de Cáncer al sur. Cuyes se ahogaba. Y despertaba.

Amaneció muerto. Duros los músculos del cuerpo y los de la cara sonriente. Fue llevado al cementerio del pueblo y enterrado sin honores ni bendición en una tumba sin nombre. Al mismo tiempo que fue enterrado, se sintió danzando con las estrellas, y viajando hacia los mares del sur, donde, en julio, nacería en los pastizales de una pueblo rodeado de montañas, con un molino en el pináculo de la vista, de frente a un lago de aguas azules oscuras, con piedras como almohada y sol como techo. Solo los recuerdos pueden aflorar en imaginar, en argumentar historias para que alguien, quizás dentro de miles de años, y , al leerlas, pueda entender, y sentir, como el lo hizo.

Quizás el único que pudo ver las estrellas moverse, y pudo comprender que eran trazos de una escritura incompresible  perdió la vista a temprana edad. Sin embargo pudo transmitirnos que los libros son universos y que hay un punto, también un libro, que es el centro de todo y todos.


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