domingo, 26 de febrero de 2012

Ojo de Agua

Las calles a la hora de la siesta están vacías, podría decir que desiertas, o lo que es lo mismo, desiestas. Estoy parado en la plaza céntrica, lo que vendría ser el epicentro de este y de miles de pueblos como este. Veo la iglesia, la municipalidad y muy poca otra cosa. En el medio, el busto, tan innegablemente tradicional en las plazas argentinas: Julio Argentino Roca, y dice "en agradecimiento a la campaña al desierto". Hay otras cosas, placenteras, que asocio a la palabra busto, Roca , sin embargo no está en esa lista.


Varios perros sin raza, en jauría, deambulan. Van sin rumbo. Creo que no saben lo que buscan, pero son perros, ellos saben de eso de andar sin rumbo y en jauría.


Me siento en un banco de madera típico de plaza nacional. Enfrente, un cartel grande, letras azules sobre fondo blanco: Cristo Vence, dice. Los perros vienen de vuelta corriendo a un gato que sube a un álamo y los mira con desdén desde arriba. Los perros ladran, se inquietan y pelean, se muerden, entre ellos. Después se van y el gato baja con parsimonia, superado, como sabiendo que aun le quedan unas cuantas vidas.


Siempre me gustaron los cielos azules, con el agregado de alguna nube que pase rápidamente movida por el viento. Acá encontré una instancia superadora. El cielo es turquesa, como una flor que vi al costado de la ruta hace unas horas. No puedo evitar pensar que la naturaleza no deja de copiarse. Pienso en todos los ensayos, los volver a hacer, hasta encontrar la flor perfecta turquesa, después crear insectos que gusten de esa flor, hacerlos con cuerpos pensados para la interacción con esa planta creada. Y una vez esto, aplicar el mismo color al cielo y quizás crear otros insectos que disfruten en admirarlo. Así pensaría Dios, supongo.


La nada es esto. Es un grupo de calles sin movimiento, es el acompañamiento de la brisa con la levedad de su sonido, alguna gallina que se asoma por una calle de tierra y ninguna persona. 


Después de media hora aparece el primer indicador de humanidad: cumbia, y un Peugeot rojo que pasa con las cuatro ventanillas bajas a quince, veinte kilómetros por hora y un solo ocupante. 

- Las cosas mas o menos son como en todos lados, comenta Jorge. Acá se murió todo cuando sacaron el tren hace 30 años. Algunos nos quedamos todavía pero antes había fabricas acá y se mandaba todo en el tren porque era mas barato. Antes había trabajo, vendíamos cosas a la gente cuando el tren paraba en la estación. Sanguchitos, coca cola, esas cosas.

Jorge me pregunta si soy periodista. Le digo que no, que estoy de paso nada mas. -Ah, que lastima, dice. Casi le pregunto por qué siente lastima.

Tengo todavía 180 kilómetros hasta Ojo de Agua. Al ritmo que manejo, diría que un poco mas de dos horas. Me gusta esto de manejar con las ventanillas bajas, con el brazo izquierdo tostándose al sol. El summun de la comodidad del viajante. 


Floto. La ciudad, Buenos Aires, cualquier otra, permite la falsa sensación de la elección, quizá estimulada por la variedad de cosas disponibles. En los pueblos como el que pasé recién, como tantos otros , donde el alcance de la mano significa mucho menos adquirimos conciencia de que al final no elegimos nada, hacemos la vida, porque así es la vida. Manejo, voy.














 

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