jueves, 2 de febrero de 2012

The end...as we know it


Finisterre en La Coruña era el punto ultimo de la civilización europea hace algunos siglos, de ahí su nombre. Era el fin de la tierra occidental y la puerta a los horrores del mar de los sargazos, la antesala de todo pánico que supone no conocer los propios limites que separan de lo desconocido. Sin embargo, el fin del mundo puede estar en cualquier lado.

Esa tarde la lluvia amenazaba con desatarse con furia tropical. El horizonte se cargaba de nubes negras que se expandían llenándose de humedad. Usando un poco la imaginación podía distinguirse una sonrisa con dientes que asomaban, quizás la venganza de viejos dioses que reclamaban ser parte de los temores olvidados de la humanidad. Como fuere, la tormenta se avecinaba.

En las primeras horas de la noche el aire comenzó a cargarse de humedad y salitre. Los viejos pescadores habían desaparecido del muelle para refugiarse en sus casas y eran pocas las sombras desprevenidas que podían verse aun en las calles. Desde mi ventana podía ver el tanque de agua del pueblo. Databa de 1950 y algo. Herrumbroso se erguía en medio de rudimentarias casas de madera. En algún momento fue sinónimo de la victoria del hombre y la colonización de regiones desconocidas, hoy atestigua lo que quedó de la llama del progreso que se extinguió junto con el estado de bienestar.

Joao Dostierra debía su nombre a un ignoto marinero portugués que por esas gracias del destino fue muerto y 500 años después una colonia de pescadores tomaba su nombre. Nadie en el pueblo sabia quien era este fulano. El destino había conjurado la memoria del navegante a la pluma de un burócrata de la capital. Por lo menos no era el nombre de alguna amante o un santo patrono.
De construcción rudimentaria, con todas las casa de madera y un dudoso estilo colonial tardío -que lo hacia parecer mas antiguo de lo que en realidad era- el pueblo era el ultimo refugio de los pescadores que resistían la pesca moderna. Nunca llegué a comprender porque había sido emplazado en ese lugar, solo eran casas de madera amontonadas entre selva y mar.

Empleado de correo, hacia un trabajo administrativo en la pequeña choza que cumplía las veces de oficina postal. Era un trabajo sin horarios, mal pago, destinado a la chatez de la mente. Sin embargo, podía dedicar mi tiempo libre a largas caminatas por la playa. No protesté mucho cuando me designaron. Era una buena forma de conseguir una salida digna de todo lo que hasta ese momento me perseguía. Cosas que el pensamiento no puede entender para contar, pero cosas que estaban ahí, en el mundo de una esquina con pocas luces y muchos autos. Esa noche estaba terminando un informe. No tenia que presentarlo a la brevedad, pero sentía que el insomnio se haría presente y preferí cansar el cuerpo para lograr conciliar el sueño. Mientras escribía y el aroma a lluvia y mar inundaba mis pulmones, en un violento colapso, las nubes rompieron.

La lluvia y la soledad de ese lugar me hacían pensar que ese era el fin del mundo. Joao Dostierra se transformó por unos instantes en el final del camino. Todo lo que ahí había pertenecía a los relatos fantásticos que leí de chico. Paisajes lunares de Julio Verne llevados aun pueblo pesquero. Almas errantes que no sabían de su situación, calcos de los relatos de Ambrose Bierce, en la tropicalia mientras la lluvia borraba la evidencia de nuestro efímero andar.

Decidí ir hasta la ventana y contemplar la lluvia. El viento soplaba y su leve susurro inclinaba las gotas y algunos arboles de frágil contextura. Mao, el gato que me recibió el día que llegue al pueblo, raspaba el marco de la puerta pidiéndome refugiarse. Todo un signo de vida. Luego de dejar entrar al animal y darle un poco de leche, volví a mi posición en la ventana. Contemplé el tanque mientras Mao rasgaba suavemente mi pierna derecha. Seguía ahí, firme en su agonía, igual que cuando se construyó, estático frente al clima y al avance del oxido que lo corroía, estóico. Sin embargo algo llamo mi atención. Un rayo iluminó un brote de enredadera que lo cruzaba en diagonal, aferrándose a los remaches que unían su parte inferior con las columnas que lo sostenían. Pensé que esa imagen representaba una especia de esperanza, una victoria de alguien o algo. Pensé también otra cosa que no recuerdo ahora. Un perro me distrajo impidiendo que diera forma final a la cuestión. Apareció corriendo por la calle como si viniera del mar. Se detuvo justo en mi campo visual y levantó la cabeza para mirar aquella figura que lo observaba desde la choza del correo. Después ladró dos veces , movió su cola y siguió en dirección al centro del pueblo. Quizás no sea el fin del mundo. Por lo menos no en Joao Dostierra. Y menos esta noche.

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