Finisterre
en La Coruña era el punto ultimo de la civilización europea hace
algunos siglos, de ahí su nombre. Era el fin de la tierra occidental
y la puerta a los horrores del mar de los sargazos, la antesala de
todo pánico que supone no conocer los propios limites que separan de
lo desconocido. Sin embargo, el fin del mundo puede estar en
cualquier lado.
Esa
tarde la lluvia amenazaba con desatarse con furia tropical. El
horizonte se cargaba de nubes negras que se expandían llenándose de
humedad. Usando un poco la imaginación podía distinguirse una
sonrisa con dientes que asomaban, quizás la venganza de viejos
dioses que reclamaban ser parte de los temores olvidados de la
humanidad. Como fuere, la tormenta se avecinaba.
En las
primeras horas de la noche el aire comenzó a cargarse de humedad y
salitre. Los viejos pescadores habían desaparecido del muelle para
refugiarse en sus casas y eran pocas las sombras desprevenidas que
podían verse aun en las calles. Desde mi ventana podía ver el
tanque de agua del pueblo. Databa de 1950 y algo. Herrumbroso se
erguía en medio de rudimentarias casas de madera. En algún momento
fue sinónimo de la victoria del hombre y la colonización de
regiones desconocidas, hoy atestigua lo que quedó de la llama del
progreso que se extinguió junto con el estado de bienestar.
Joao
Dostierra debía su nombre a un ignoto marinero portugués que por
esas gracias del destino fue muerto y 500 años después una colonia
de pescadores tomaba su nombre. Nadie en el pueblo sabia quien era
este fulano. El destino había conjurado la memoria del navegante a
la pluma de un burócrata de la capital. Por lo menos no era el
nombre de alguna amante o un santo patrono.
De
construcción rudimentaria, con todas las casa de madera y un dudoso
estilo colonial tardío -que lo hacia parecer mas antiguo de lo que
en realidad era- el pueblo era el ultimo refugio de los pescadores
que resistían la pesca moderna. Nunca llegué a comprender porque
había sido emplazado en ese lugar, solo eran casas de madera
amontonadas entre selva y mar.
Empleado
de correo, hacia un trabajo administrativo en la pequeña choza que
cumplía las veces de oficina postal. Era un trabajo sin horarios,
mal pago, destinado a la chatez de la mente. Sin embargo, podía
dedicar mi tiempo libre a largas caminatas por la playa. No protesté
mucho cuando me designaron. Era una buena forma de conseguir una
salida digna de todo lo que hasta ese momento me perseguía. Cosas
que el pensamiento no puede entender para contar, pero cosas que
estaban ahí, en el mundo de una esquina con pocas luces y muchos
autos. Esa noche estaba terminando un informe. No tenia que
presentarlo a la brevedad, pero sentía que el insomnio se haría
presente y preferí cansar el cuerpo para lograr conciliar el sueño.
Mientras escribía y el aroma a lluvia y mar inundaba mis pulmones,
en un violento colapso, las nubes rompieron.
La
lluvia y la soledad de ese lugar me hacían pensar que ese era el fin
del mundo. Joao Dostierra se transformó por unos instantes en el
final del camino. Todo lo que ahí había pertenecía a los relatos
fantásticos que leí de chico. Paisajes lunares de Julio Verne
llevados aun pueblo pesquero. Almas errantes que no sabían de su
situación, calcos de los relatos de Ambrose Bierce, en la tropicalia
mientras la lluvia borraba la evidencia de nuestro efímero andar.
Decidí
ir hasta la ventana y contemplar la lluvia. El viento soplaba y su
leve susurro inclinaba las gotas y algunos arboles de frágil
contextura. Mao, el gato que me recibió el día que llegue al
pueblo, raspaba el marco de la puerta pidiéndome refugiarse. Todo un
signo de vida. Luego de dejar entrar al animal y darle un poco de
leche, volví a mi posición en la ventana. Contemplé el tanque
mientras Mao rasgaba suavemente mi pierna derecha. Seguía ahí,
firme en su agonía, igual que cuando se construyó, estático frente
al clima y al avance del oxido que lo corroía, estóico. Sin embargo
algo llamo mi atención. Un rayo iluminó un brote de enredadera que
lo cruzaba en diagonal, aferrándose a los remaches que unían su
parte inferior con las columnas que lo sostenían. Pensé que esa
imagen representaba una especia de esperanza, una victoria de alguien
o algo. Pensé también otra cosa que no recuerdo ahora. Un perro me
distrajo impidiendo que diera forma final a la cuestión. Apareció
corriendo por la calle como si viniera del mar. Se detuvo justo en mi
campo visual y levantó la cabeza para mirar aquella figura que lo
observaba desde la choza del correo. Después ladró dos veces ,
movió su cola y siguió en dirección al centro del pueblo. Quizás
no sea el fin del mundo. Por lo menos no en Joao Dostierra. Y menos
esta noche.
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