jueves, 5 de julio de 2012

Innsbruck


Escribir desde un lugar que no lo permite, que no lo piensa y que lo limita a la expresión de poner signos lingüísticos en una hoja. Eso es la distancia. Distancia que se siente y que atenta contra la cercanía de lo que alguna vez estuvo al lado, distancia que destruye. Es que la lejanía termina con lo que la lejanía misma creó. Ese es el guiño cómplice del destino que, como en las tragedias griegas, espera al desenlace para manifestarse y dejar en claro que la realidad, en ultima instancia, prevalece sobre el sueño.

Mientras los niños duermen hay un adulto que mira las estrellas y piensa en querer ser niño para llegar a ellas, bajarlas y regalarlas como una despedida cuando las luces se apagan. Pero el adulto sabe que la luz de las estrellas es una luz de un cuerpo que ya no existe. Solo vemos lo que queda una una luz que viaja por el espacio sin importarle que su fuente ya esté muerta. Perseverancia en lo que irremediablemente ha dejado de ser.

Y a todo esto los árboles crecen, sale el sol y algunas veces se abraza al dormir. La vida pasa omitiendo que es el reflejo de algo que sucedió y el desconocimiento de lo próximo. Saber esto y caminar sin apuro es el verdadero triunfo de vivir. Esperanza es esperar, a pesar de la distancia; o es desesperanza. Aun no he tomado posición. Lo voy a hacer cuando venga el tren que espero esta mañana. Cuando el humo de la locomotora asome en el horizonte, detrás de los almacenes ferroviarios de Innsbruck, ya tendré una decisión tomada. Mientras, solo puedo aventurar sin certezas pero sin refutaciones. Es lo más parecido a la vida en naturaleza que el hombre moderno puede experimentar al no poder ver ni las montañas ni los mares.

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