Escribir desde un lugar que no lo
permite, que no lo piensa y que lo limita a la expresión de poner
signos lingüísticos en una hoja. Eso es la distancia. Distancia que
se siente y que atenta contra la cercanía de lo que alguna vez
estuvo al lado, distancia que destruye. Es que la lejanía termina
con lo que la lejanía misma creó. Ese es el guiño cómplice del
destino que, como en las tragedias griegas, espera al desenlace para
manifestarse y dejar en claro que la realidad, en ultima instancia,
prevalece sobre el sueño.
Mientras los niños duermen hay un
adulto que mira las estrellas y piensa en querer ser niño para
llegar a ellas, bajarlas y regalarlas como una despedida cuando las
luces se apagan. Pero el adulto sabe que la luz de las estrellas es
una luz de un cuerpo que ya no existe. Solo vemos lo que queda una
una luz que viaja por el espacio sin importarle que su fuente ya esté
muerta. Perseverancia en lo que irremediablemente ha dejado de ser.
Y a todo esto los árboles crecen, sale
el sol y algunas veces se abraza al dormir. La vida pasa omitiendo
que es el reflejo de algo que sucedió y el desconocimiento de lo
próximo. Saber esto y caminar sin apuro es el verdadero triunfo de
vivir. Esperanza es esperar, a pesar de la distancia; o es
desesperanza. Aun no he tomado posición. Lo voy a hacer cuando venga
el tren que espero esta mañana. Cuando el humo de la locomotora
asome en el horizonte, detrás de los almacenes ferroviarios de
Innsbruck, ya tendré una decisión tomada. Mientras, solo puedo
aventurar sin certezas pero sin refutaciones. Es lo más parecido a
la vida en naturaleza que el hombre moderno puede experimentar al no
poder ver ni las montañas ni los mares.
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