lunes, 2 de enero de 2012

Sarrasine

Cuando volví del trabajo almorcé una ensalada de lechuga, tomate y huevo y tome algo de vino. Esa tarde me disponía a terminar Sarrasine de Balzac. Era la primera novela que leía de él y me había entretenido bastante, a punto tal que deseaba terminar de comer rápido para sumergirme en la lectura.


Ese día fue relativamente tranquilo en la escuela. Debo advertir que a pesar de haber dicho que volví del trabajo no considero como tal mi vocación de docente. No fue hasta pasados los veinticinco años que descubrí que la docencia era lo que quería. Si bien me interesaban varias cosas como la historia o la filosofía, veía en muchos disciplinas la impotencia de denunciar lo real pero no transformarlo. La verdadera razón de mi elección estaba en que tenia la posibilidad de pasar al campo de la acción, si se quiere, de la acción transformadora. Hice la carrera sin sobresaltos. Como la mayoría de las cosas en vida, la hice sin esforzarme demasiado. Siempre tuve esa particularidad. Muchas cosas simplemente pasaban y yo las hacia sin dedicarle verdadero esfuerzo. La diferencia con cosas anteriores era ahora había una finalidad, una meta a alcanzar.


Encontré mucho tiempo libre una vez que empece a trabajar, primero como auxiliar antes de recibirme y después ya pudiendo titularizar. Por la mañana iba al colegio y después tenia toda la tarde libre. Iba y venia en bicicleta aprovechando que estaba a unas pocas cuadras. Cuando regresaba, después de comer, siempre leía. Adquirí esa costumbre, solitaria tal vez, en mi adolescencia. No era de esos jóvenes que no tenían amigos, pero nunca me sentí en verdadera confianza con alguien como para mostrarme tal cual era. Optaba por no decir lo que pensaba y actuar como el resto. Siempre fui muy empírico, sabia a lo que me exponía al ser distinto. No quiero decir que fuera mejor, pero si diferente. Creo que en el mundo habemos muchos así, pero terminamos derrotandonos a nosotros mismos. Es renunciar o crecer en soledad. Como yo siempre fui orgulloso, elegí lo segundo. Eso marcaría el derrotero de mi vida adulta.


No me considero una persona que sobresalga por su carisma o su atractivo físico, y mi sentido del humor no es típico, sin embargo siempre le gusté a las mujeres, generalmente de mayor edad que yo. No fue difícil para mi encontrar mujeres dispuestas a una relación, y la falta de actividad sexual nunca fue para mi un problema sea por que encontraba alguna aventura o porque había momentos en que lo sexual quedaba en algún plano no tan importante. Sea como fuere, a pesar de tener buena suerte con las mujeres, nunca me enamoré. Supongo que la creencia en al amor se esfumo aun en mi adolescencia: se me ocurrió contar las personas que estaban contentas por amor y las que lloraban por la misma causa dentro de mi grupo de conocidos y encasillé al amor dentro de esas cosas en la que creemos pero que no existen. Así que no guarde nunca expectativas al respecto. A pesar de esto siempre fui feliz en mis relaciones.


Después de terminar Sarrasine dormí una siesta. Habrán sido dos horas de un sueño tranquilo y relajante. Soñé que estaba en Buenos Aires en un centro comercial. Por alguna razón yo me miraba a mi mismo desde un piso mas alto. Presentaba una incipiente calvicie y usaba el pelo corto para disimular lo que era fácilmente distinguible desde arriba. Sin embargo las entradas y el faltante en el medio de la cabeza hacían suponer el el declive ya había comenzado. Iba vestido de una manera inusual. Usaba náuticos, pantalón de vestir azul oscuro y tenía una chomba colo pastel que llevaba dentro del pantalón. En ambas manos tenía las bolsas de lo que había comprado y parecía buscar a alguien mientras caminaba despacio por el shopping. Eso es todo lo que recuerdo.


Al despertarme puse el agua para el mate. Esa tarde no tenia nada para hacer. Estaba viendo a una amiga algunas veces a la semana, pero casi siempre las tardes las pasaba solo. Busqué entre los estantes un libro nuevo que empezar a leer. Elegí Los premios , de Cortazar. Era la primera novela publicada de un autor que siempre fue de mis preferidos. Había aparecido originalmente en 1960, cuando Cortazar aun tenia el pensamiento algo reaccionario que modificaría ya entrados los sesentas. Era llamativo ver que los personajes abordo del Malcolm bebían Quilmes Cristal y leían El Gráfico. Eso hacia que la lectura se hiciera ágil y entretenida. Cuando vacié el termo puse un señalador en la pagina ochenta y cinco y deje el libro. Me levanté del sillón, ya era hora de salir a caminar.


El cielo empezaba a despedirse del azul sin nubes del día y en el horizonte se veía el avanzar de un ejercito de cumulonimbus escoltando la presencia del cielo anaranjado que presagia lluvia. Había comenzado a soplar un brisa de aire cálido y mi perro estaba reacio a acompañarme. Lo dejé en casa y empece mi recorrido. Unas cuantas abejas que libaban el néctar de las flores rojas que adornaban el sendero por el cual caminaba apuraron la tarea. No solo la noche las acechaba, también eran presurosas por la cercanía de la luvia de primavera. Siempre le decía a mis alumnos que si querían saber si iba a llover en un día nublado miraran a los insectos, particularmente a las abejas y hormigas; si actúan de forma apresurada y errática o no podían verse era señal de lluvia.


Había conseguido una casa en las afueras del pueblo. La alquilaba por un precio que en Buenos Aires hubiera sido imposible. Estaba a pocas cuadras de la escuela, yendo para el centro. Pero si salia hacia la otra dirección ascendía a un camino de piedra y finalmente a un sendero rodeado de pasto y flores silvestres. Si caminaba seiscientos metros llegaba a un cerro de piedra desde el cual se podía ver el pueblo ubicado en medio del valle. Me gustaba darle la bienvenida a la noche ahí. Siempre subía con mi perro a fumar esperando que las estrellas nos alumbraran. Después de las doce de la noche se cortaba la luz en todo el lugar. Muchas veces me quedaba esperando ver como la luz artificial moría dando paso al brillo de la luz nocturna. Cuando había luna, el paisaje era digno de un cuadro. La luna aparecía en medio de las montañas, del otro lado del valle. Atravesaba todo el pueblo e iba a ocultarse tras las rocas donde yo estaba parado. Muchas veces la sentía tan cerca que tenia la sensación de tocarla y sentirla escurrirse en un polvo grisáceo entre los dedos. 


La presencia de la lluvia en el aire, el aroma que anuncia el encuentro amoroso y violento entre el agua y la tierra era palpable. Caminé unos 20 minutos y cuando pude sentir la imponencia de las nubes y ver el cielo cambiar de color sobre mi, empecé el camino de vuelta. Pensé que cuando llegara podía llamar a mi amiga. Tenia algunas fotos que mostrarle y vino sin abrir para que probemos. Iba a cocinar carne al horno así que podía invitarla quizás hoy o quizás mañana.

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