domingo, 12 de mayo de 2013

Sonata a Kreutzer


Pózdnyshev, el protagonista de este intenso relato, explica a un compañero de viaje las razones que lo impulsaron a matar a su mujer. A través de la narración de este personaje, Tolstói arremete contra la hipocresía de los valores burgueses, un velo de ilusión que apenas oculta las oscuras pulsiones y la violencia subyacentes en las relaciones humanas. El crimen de Pózdnyshev halla su expresión simbólica en los contundentes acordes iniciales de la Sonata a Kreutzer de Beethoven; interpretados en un salón burgués «entre damas escotadas», desatan un torbellino de fuerzas capaces de transformar el alma del oyente. La música actúa como el cuchillo del asesino: ambos rasgan el velo de las apariencias, abriendo una grieta por la que irrumpen potencias imposibles de controlar.


***

Y tras acercarme con sigilo, de pronto, abrí la puerta. Recuerdo la expresión de sus caras. Recuerdo aquella expresión porque me proporcionó una dolorosa alegría. Era una expresión de horror. Y eso era lo que justamente necesitaba. Nunca olvidaré la expresión de horror desesperado que asomó en las caras de ambos en el primer instante de verme. Él me parece que estaba sentado frente a la mesa, pero al verme o al oírme se puso de un salto en pie y se quedó petrificado de espaldas al armario. En su rostro se reflejaba una expresión de horror muy indudable. Y en la cara de ella también de dibujaba la misma expresión de horror, pero al mismo tiempo había algo más. Si sólo hubiese visto lo primero, tal vez  no habría sucedido lo que luego sucedió; pero en la expresión de la cara de mi mujer, o al menos así me lo pareció a mí en el primer momento, había además disgusto, se la veía contrariada porque le habían interrumpido su devaneo amoroso y la felicidad que él le iba a proporcionar. Se diría que ella sólo quería una cosa: que no le impidieran ser feliz en aquel momento. Una y otra expresión duraron sólo un instante en sus rostros.[...] Por un segundo me detuve en la puerta con el cuchillo tras la espalda. Y en aquel instante el hombre sonrió y con un tono indiferente que rayaba en lo cómico, empezó diciendo:
- Ya ve, estábamos tocando...
- No esperaba que...- al mismo tiempo intervino ella en sintonía con él.
Ni uno ni otro acabaron la frase: la misma furia loca anterior que me invadió la semana anterior me volvió a dominar. De nuevo experimenté  la necesidad de destruir, de atacar, de saciar mi ira, y me entregué a ella.
 

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