domingo, 6 de mayo de 2012

Rocío

Ayer la luna estuvo en su punto mas cercano en relación a la tierra. Supongo que de alguna manera eso afecta nuestro comportamiento. Después de todo, somos casi 75 % agua y es sabida la atracción que ejerce la luna sobre las mareas.


Fue para mi una noche confusa de sueños extraños, recurrentes, que me dejaban lo tangible del vacío en la piel. Decidí que bajo esas circunstancias dormir no era la mejor opción y salí a caminar por el parque, prendí un cigarrillo y me senté a ver las estrellas. Corría un poco de viento que desplazaba las nubes lentamente. No las podía ver mas que por el detalle de su movimiento al pasar por delante de la luna y las estrellas. Podría decir que la noche estaba gris, pero es en realidad una inexactitud. Mas bien un color celeste cubría el parque y mi figura.


Un sentimiento de soledad se apoderó de mi estando ahí sentado. El sonido de la nada es, de hecho, algo que se puede oír si se da la oportunidad. A pesar de la brisa no sentía frio. Aparte del color azulado y lo desmedido del tamaño de la luna, hasta ese momento no me podía quejar. Solo hubiera pedido tener un libro en mi mano, estaba seguro que la luz hubiera bastado para poder leer a simple vista. Terminé el cigarrillo y permanecí sentado en el pasto. Las gotas invisibles del rocío nocturno chocaban contra mi cara. Cerré un momento los ojos y sentí las minúsculas gotas colisionaban contra mis parpados, pensé en el momento mas intimo que había tenido con la naturaleza hasta el momento, pero ninguno superaba las cosquillas de esa noche. De haber sido religioso hubiera entrado fácilmente en contacto con alguna divinidad, pero como no lo era me limite a tratar de asimilar el placer del momento. Me quedé mirándome las manos, los brazos, cubiertos de finas partículas de agua que brillaban con el celeste de la luz. 


Recordé que Tolstoi dijo una vez que la felicidad es una alegoría y que la tristeza es una historia. Puede ser que sea así, nunca había pensado antes en lo efímero de algunos momentos. Esa azul soledad era las dos cosas. Felicidad por el cosquilleo de las gotas y tristeza por imaginar la escena desde afuera, un hombre sentado en el pasto mirando la luna. Quizás en algún lugar del mundo, aunque debería ser en el hemisferio sur, hubiera otra persona haciendo, pensando, sintiendo exactamente lo mismo. Pensé en las probabilidades matemáticas de que eso fuera así.


Cuando era mas chico, y para eso tengo que retrotraerme a la adolescencia, una mujer con la que dormía ocasionalmente y que era varios años mayor que yo me contó un mito griego que se atribuye a Aristófanes. Según el relato hubo un tiempo en que los hombres eran totalidades. Es decir que eran hombres-hombres o mujeres-mujeres o hombres-mujeres. Por algún motivo los Dioses reaccionaron separando las mitades que constituían al Ser, y a partir de ese momento la vida pasó a ser la búsqueda, o la perdida, de la otra mitad. Una búsqueda por demás desesperada-pensé. No hay nada mas aciago que la búsqueda de algo que no se sabe qué es, y además, que no se sabe que se busca.


No recuerdo cuando fue el momento pero intenté cerrar los ojos y no pude. No desesperé, entendí que hay veces que es imposible cerrarlos. Me quedé sentado dejando que el rocío me cubriera.


La mañana y los rayos de sol me encontraron acurrucado y temblando de frío. Había dormido en el parque: dormimos para que cada nuevo día sea un día nuevo.







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