martes, 19 de abril de 2011

Las ventanas que dan al fondo

Al despertarse, miró por la ventana. Aun no había amanecido. Se levantó y preparó una taza de té que disfrutó sentado en el escritorio que tenía vista al parque. En los charcos de agua se veía el reflejo de la luna. Mientras se calentaba las manos con la taza, pensó en lo mucho que le gustaba quedarse despierto viendo la luna, y que sin embargo, nunca lo había hecho.
Antes de volver al sueño, miró hacía el interior de su cuarto. Después recorrió las demás habitaciones. Sentía la casa despojada, y un sentimiento que se podría interpretar como soledad hizo palpitar de ansiedad su pecho. Buscó el celular dispuesto a llamar a alguien. Sostuvo el aparato mientras daba un repaso a sus contactos: gente. Del otro lado de esos números telefónicos había personas que dormían o estaban sumidos en algún momento ajeno al que experimentaba. No valía la pena llamarlos. No quería molestar a nadie. Además, tampoco sabría que decir. Después de repasar varias veces sus contactos y de descartar a cada uno de ellos, guardo el teléfono.
De regreso en su cuarto, volvió a acostarse. En sueños se vio a si mismo sentado en la cama, de espaladas a una mujer desnuda que dormía. En la ventana se imponía, magnifica, la visión de la luna. Algo le llamaba la atención de la imagen lunar. De pronto, se dio cuenta que los cráteres eran enormes, de tamaño desproporcionado y de un color verde claro. A pesar de esto, brillaba mas que nunca, era mas hermosa que antes.
La mujer a su lado despertó y casi sin dirigirle la mirada, se levantó y fue hasta el baño. Regresó vestida. Le dijo unas palabras que no supo comprender, al parecer se despedía de una manera terminante. Decidió no preguntarle que le había dicho y dio por terminado el acto expresivo de ella al voltear la cara y mirar nuevamente a través de la ventana. La mujer se quedó parada al lado. Esperaba algún tipo de respuesta. Finalmente dejó la casa llevándose algunos objetos con ella. El dejó que se fuera sin siquiera mirarla. Extrañamente no sentía nada.
Despertó ya cuando el sol le daba en la cara. Se había hecho tarde y no fue a trabajar. A juzgar por la cantidad de llamadas perdidas que tenia en el teléfono, lo estuvieron buscando desesperadamente. El ultimo de los mensajes decía que si no se presentaba antes de las 11.30, lo iban a echar. Eran las 12.40.
Después de almorzar, pensó en salir a recorrer el pueblo en bicicleta, pero la persistente llovizna lo obligó a reconsiderar el plan. La tarde la pasó leyendo a Ballard mientras Otis le susurraba algo del viento. Se volvió a sentir solo. Envidió a los que están tan ocupados que no tienen tiempo de darse cuenta de la soledad en la que viven. Esos que no advierten la fragilidad de los lazos humanos, inclusive del sentimiento mas fuerte, llamando amor. Meditó sobre la posibilidad de que el odio sea el sentimiento mas fuerte, pero nunca odio a nadie, así que no tenia fundamentos para decirlo.
Esa noche no soñó con la mujer. En su sueño no había ninguna persona, solo una pequeña estación de tren de madera. Solo en un sentido había andén. Del otro lado , los pasajeros debían descender al costado de las vías. A pesar de no encontrar signos de abandono, parecía que el tren había dejado de pasar. Detrás de la estación, una pequeña colina dejaba ver el movimiento del pasto que se ondulaba con el viento. No había accesos a la estación, prácticamente no daba señales de estar en uso. A pesar de eso, se sentó en una duna frente a la estación y la contemplo largo tiempo. Solo el pasto se contorneaba al compás del viento. Por lo demás, todo era estático. Permaneció todo el sueño sentado mirando la estación, imperturbable.

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