martes, 30 de junio de 2015

Objeto

Hay un objeto que se rompe. No se quiebra sino que se expande hasta que no puede ser unido o reparado. No explota en un violento frenesí. Más bien se va haciendo delgado, transparente, hasta que se desvanece en el aire dejando de existir y siendo su existencia un recuerdo, que se pega en los poros. Así como la humedad de enero en Buenos Aires, se instala en las paredes, en la cama, en los lugares que prioriza la memoria.
Mientras más cerca de ese objeto se está, más próxima está la destrucción del mismo. Engañosamente parece residir dentro de las personas y se aviva con la fusión de éstas, con las promesas, los besos y los abrazos. Pero en ese instante de creación mutua el objeto engendra las raíces de su propia destrucción. Hay un final, un cierre en ciernes, en cada comienzo que parece ser eterno.
El uso y tiempo socavan la credibilidad en él. Ese objeto buscado se convierte en un dato, una situación, varias charlas de café, en noches de insomnio. Se vuelve nimiedad, naturalizado, parte del mundo ordinario. Ahí se bajan las defensas y suben las soledades. Crece entonces con el destino de un final, de una evaporación latente y simultánea con la profundidad de la lengua y de los dedos en el cuerpo que se aleja, y con las palabras al oído que ya no está.
Hay un objeto que se rompe. Socavado prematuramente por eso que lo crea, la frescura, la novedad, la libertad y el deseo. 
Hay un objeto que se rompe y su ruptura se siente como el vacío que deja una ausencia.