sábado, 29 de diciembre de 2012

Las tinieblas del corazón


El lugar es la espesa negrura de la selva, donde en muchos puntos no llegan los rayos del sol. Es el continente africano, cuna de la humanidad desde los orígenes de la especie hasta el impulso al capitalismo por medio del trafico de esclavos. La situación es la que sigue.

En la espesa negrura de la selva, Bertrand está sentado frente a una maquina de escribir. Un ventilador de mesa apenas hace correr una corriente de aire a través de su movimiento en zig zag. Bertrand piensa que si no fuera por el ruido desproporcionado del aparato no notaría la existencia de un ventilador que apenas mueve el aire. Fuera de la cabaña, la noche cae sobre el Niger y la  luna baña las aguas marrones y los altos pastos y juncos que crecen en la ribera. Diciembre daba paso lentamente a un nuevo año, se palpaba en el pegajoso aire ecuatorial que el porvenir venia cargado de incertidumbre, de duda. Para aquellos que eran positivos, era el presagio que trae todo lo nuevo por ser nuevo; para Bertrand, era la continuidad de todo lo malo. Y la certeza definitiva de que nada bueno sucede en el mundo de los hombres.

Bertrand mecanografía en una vieja Olivetti hecha en 1914 en algún pueblo italiano. El ruido del poderoso teclear interfiere con los miles de grillos y ranas que viven en su mundo fuera de la cabaña. Bertrand sigue mecanografiando, empleando toda su concentración en ese acto. Son las dos de la madrugada pero el calor no cede, es por eso que las ventanas están abiertas y la luna azul da un tono mortecino a todo el ambiente donde Bertrand mecanografía concentrado. Los mosquitos danzan dando vueltas en el aire, como bombarderos en busca de un objetivo, como hojas arrastradas por el sinsentido del viento.

El teniente Beluga, entra a la habitación avisando que no había ninguna novedad en los puestos de vigilancia. Esto descontenta algo a Bertrand. Que hagan el cambio de turno, grita en tono neutro Bertrand. Beluga da media vuelta haciendo el saludo militar, girando sobre sus talones de bota militar, dice algo en un francés tan cerrado (y tan militar) que es imposible entender que fue dicho para Bertrand. (Dijo malheureux). Sin hacer caso al inentendible comentario del teniente Beluga, Bertrand continuó escribiendo. Por fuera de la choza el único ruido audible del interior era el golpeteo susurrante de la Olivetti.

Bertrand no era francés, ni militar. Había nacido en Bruselas y por designio familiar finalizó los estudios e ingresó como administrativo al mundo colonial que el imperio belga habría de perder con el paso de los años. Fue designado como agregado contable en Liberia, país del que tuvo que ir auxiliado por el ejercito francés durante el periodo de revueltas que atravesó ese país. En su periplo a través de la frontera fue contratado por los franceses y le fue dado un puesto secundario en un destacamento en el nuevo Estado de Alto Volta, anexado como parte de los territorios de Francia. Al cabo de dos años, por decisión del gobierno central que tenia por objetivo la progresiva desmilitarización del país, los destacamentos en todo Alto Volta pasaron a control de civiles. Esta es la genealogía del desprecio que el teniente Beluga y todos los militares sentían por Bertrand.

Mientras en diciembre de 1959 Francia iba perdiendo sus colonias, al igual que muchos países que habían mantenido posesiones en el continente, Bertrand seguía escribiendo. La luz de la lampara dejaba ver parte del amarillento papel, donde podía leerse:


Hay veces, momentos en el día que tengo la necesidad de leerte. Quizás todo se desprende de la necesidad de abrazarte y de besarte que no pude satisfacer nunca; que no podré nunca ya.
Últimamente me resisto a ir al encuentro de tus letras. Pienso llevar esa necesidad a la distancia, la misma, que existe entre tus labios y los míos.

A la derecha de la vieja Olivetti había un libro de tapa dura y la foto de una joven pelirroja. El libro, ese libro, era el objeto mas valioso que Bertrand tenía. En el destacamento todos se preguntaban qué podía hacer que nunca se separara de el, que lo llevara siempre consigo. Bertrand sabía que ese libro era la materialización de un sentimiento, del amor de su vida.

Mientras Bertrand mecanografiaba pensaba en C, la bella autora de ese libro de poesías y maravillas que tenia a la derecha de la vieja Olivetti.


Son muchas, ya demasiadas, las veces que puse a prueba mis sentimientos. Demasiadas como para que pueda hacerlas a un lado, ignorarlas. Mi vida siempre fue una continuación de actos míos en solitario esperándote. Con este ciclo que se termina, con esta noche, cambia una era. El verano trae consigo el presagio de la disolución de este país. No se que ocurrirá. También trae la disolución de mi persona. Tampoco se que ocurrirá. Me iré, eso es lo único que puedo asegurarte. Tus letras, que guardo conmigo desde que me regalaste tu libro, esperan el goce eterno de unos segundos que se hagan infinitos. Pero son eso, letras. Ellas pueden esperar; yo no. Tampoco la Historia, que como la corriente del Niger que escucho, tiene un solo sentido. Y nos separa.

La vieja Olivetti, hecha en 1914, en Italia, hace una pausa. Bertrand se corre las transpiración de la frente con el antebrazo. Endereza su postura y sigue escribiendo. Afuera las nubes empiezan a cubrir el cielo, la luna desaparece por intermitencias. El verano trae la temporada de lluvias; ahora las nubes cargadas reclaman el reinado de los cielos.

Espero que algún día pienses en mi, creas en mi, sientas en mi como lo hice yo todos estos años en la distancia sabiendo que estabas en Europa, en algún lugar y yo aquí, haciendo nada mas que esperarte. En África  el viento que arrastra tu nombre, C, es un consuelo eterno, quizás, de no tener tu pelo en mi almohada, de no tener tu cuerpo en mi cama.

La oscuridad declaraba su gobierno. Los insectos hacían silencio y la corriente del majestuoso Niger se cuidaba de sonar mas fuerte de lo que debería. La vigilancia de la noche profunda caía sobre la tierra. Los guardias que hacían su ronda pasaban el informe al teniente Beluga, que solo respondía con insultos para Bertrand. Malheureux, repetía con los ojos inyectados de odio y resentimiento.  Mientras Bertrand, con la espalda firme y los dedos sobre la vieja Olivetti iba terminando su carta. Escribía:

Tengo en mis manos un libro que se deshace. No se deshace por viejo, frágil o mal armado. Deshace porque me hace llorar.
Llamó finalizada la carta al asistente, que de mala gana y peor gesto se presentó ante el. Le dijo que enviara la carta a una dirección en Gante. Iba dirigida a C, de la que se estaba despidiendo  presentando armas ante la imposibilidad de sus deseos.  Una vez que se retiró el asistente, Bertrand rompió el libro de C. 

El nuevo año, el nuevo verano venia cargado de nuevas vivencias que debían cerrar las antiguas. Nuevos Estados y nuevas esperanzas que afloraban, serían sin embargo nada mas que eso, esperanzas. Bertrand sabía que todo llegaba a su fin. Sabiendo eso, dejó el destacamento y caminando tranquilo se adentró en la  espesa negrura de la selva, en el corazón de las tinieblas.